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Lo femenino: ¿masoquismo y pasividad?

Michel Orfray, un filósofo tan agudo como afecto a generar con cada una de sus investigaciones estruendosas polémicas, plantea en su libro “El crepúsculo de un ídolo” plantea respecto de Freud –entre otras cosas que para él resultan sumamente reprochables- que era extremadamente misógino. Es cierto que la teoría psicoanalítica desarrolló una concepción respecto de lo femenino que hoy en día podría ser considerada -como mínimo- muy discutible, y -desde un punto de vista más radical- juzgada como retrógrada respecto de las actuales consideraciones relacionadas con las cuestiones de género (lo mismo podría decirse respecto de la teorización psicoanalítica de la homosexualidad). Freud piensa lo femenino como una posición subjetiva ligada al dolor y a la pasividad (lo que tematiza en términos de “masoquismo femenino”). Sin embargo, no creo que sea justo imputar estos desarrollos, que de un modo u otra están fuertemente impregnados por la moral victoriana de aquella época, a la supuesta misoginia de Freud, sino a su consideración de ciertos fenómenos clínicos que derivaban directamente de la determinación cultural de una sociedad que ligaba y legitimaba para la mujer –que ya empezaba a intentar emanciparse- un destino atado, justamente, a lo “pasivo” (una valorada sumisión y recato) y lo “doloroso” (condensada en la condena bíblica del parirás con dolor…). Freud interpretó y sistematizó teóricamente lo femenino a partir de esta valoración social de la mujer, y si hoy hay que cuestionar –y realmente es necesario hacerlo- esta teorización no es porque Freud haya sido misógino o se haya “equivocado” en sus observaciones sino porque actualmente la sociedad está inmersa en un profundo cambio que pone en cuestión el estatuto de las categorías histórico culturales “hombre”-“mujer” que manejó Freud y su época, y que nos obligan en la actualidad a pensar desde la necesidad de alcanzar una necesaria igualdad de géneros. En “Desafíos para la igualdad de género en la Argentina. - 1a ed. - Buenos Aires: Programa Naciones Unidas para el Desarrollo” - PNUD, 2008, se explicitan los siguientes conceptos: “El concepto de género se refiere a la construcción social y cultural que organiza nociones sobre aquello que sería “propio” de lo masculino y de lo femenino a partir de la diferencia sexual. El género es una categoría construida, no natural, que atraviesa tanto la esfera individual como la social. No se trata, entonces, de una configuración identitaria que afecta exclusivamente a las decisiones individuales de las personas relacionadas con sus modos de vivir la femineidad o la masculinidad, sino que influye de forma crítica en la división sexual del trabajo, la distribución de los recursos y la definición de jerarquías entre hombres y mujeres en cada sociedad. En suma, la construcción social y cultural de las identidades y relaciones sociales de género redunda en el modo diferencial en que hombres y mujeres pueden desarrollarse en el marco de las sociedades de pertenencia, a través de su participación en la esfera familiar, laboral, comunitaria y política. De este modo, la configuración de la organización social de relaciones de género incide sustantivamente en el ejercicio pleno de los derechos humanos de mujeres y varones. Por otro lado, el anclaje del concepto de género en la dimensión cultural permitió superar cierta visión esencialista de mujeres y hombres, para reconocer la variabilidad del género en distintos contextos culturales y socio-económicos, así como su dinamismo a lo largo de la historia. Esta perspectiva puso en evidencia la naturaleza del género como construcción cultural, y por ello, objeto de transformaciones”. Sin bien es cierto que la teoría psicoanalítica distanció radicalmente lo sexual del campo estricto de lo “natural” y lo consideró inevitablemente inmerso en terreno regulado y conflictivo del orden cultural, hoy la teoría falocéntrica como reguladora de los intercambios eróticos (que de ningún modo constituyó un delirio machista, sino la teorización de un funcionamiento social objetivamente basado en un tipo de funcionamiento patriarcal y de sus efectos clínicos en hombres y mujeres), -dicha teoría, entonces- ofrece hoy más resistencias que beneficios para entender las cuestiones de género. Se dio un paso importante, primero con M. Klein –postulando un Edipo temprano, que evita pensar en términos madurativos la constitución subjetiva-, y con Lacan más tarde –quien también hace una lectura desempirizante del complejo de Edipo, diferenciando claramente “pene” de falo-; pero las actuales discusiones relacionadas con la búsqueda social de una igualdad de género ponen en tensión estos avances alcanzados en la historia del pensamiento psicoanalítico, y termina proponiendo (al no tener demasiadas respuestas a las nuevas exigencias socio-culturales que impone este tema) una lectura del devenir edípico que cae en lo normativo y que reduce la cuestión de géneros a una mera discusión de sexos “opuestos”, discusión que se establece en un pobre registro imaginario y en la que solo se buscaría disputar una mejor posición de poder. Es probable que una redefinición de lo femenino y lo masculino exija una redistribución de ciertos lugares y alternativas de poder en el esquema que regula los intercambios pero solo como consecuencia de otras consideraciones, como por ejemplo una redistribución del ejercicio de la agresión en el campo social (pienso especialmente –al proponer esta idea- en la teoría que desarrolla Winnicott en relación a la agresividad). Quizás haya que proceder con este tema como lo hizo M. Klein en relación a la categoría "niño" cuya significación había sido heredada desde las convenciones establecidas con el advenimiento del pensamiento moderno del S. XVI. Klein procedió con toda determinación a diluir dicha categoría (“niño”) en tanto no supone para ella una noción consistente en el contexto de la teoría psicoanalítica, porque para Klein, "niños" y "adultos" son absolutamente equivalentes desde el punto de vista del funcionamiento inconsciente, idénticas son las leyes que regulan su actividad, y los efectos de sentido que produce se basan en las mismas operaciones lógicas, es decir, no hacen una diferencia desde este punto de vista -crucial para el psicoanálisis- que justifique su discriminación conceptual (como sí podría suceder en el campo de la pedagogía). De modo que, diluida -en este sentido- la categoría niño también pierde sustancia la categoría "adulto", y en todo caso, el psicoanálisis solo tendría que pensar en "sujetos analizables" (sin importar su edad cronológica -que solo puede pensar la subjetividad en términos de inmadurez o madurez que no es un criterio válido para evaluar la posibilidad -o no- de su analizabilidad desde el punto de vista psicoanalítico). Del mismo modo, entonces, quizás ya no tenga sentido –en lo esencial- sostener las categorías “masculino”-“femenino” como criterio para pensar las nuevas modalidades de intercambio intersubjetivo. Así como costó arrancar a los niños de un pensamiento moderno que los consideraba el antecedente "inmaduro" de lo adulto y a quien había que educar para su adecuada "adaptación" a la sociedad (premisas evidentemente pre-analíticas para pensar un proceso de subjetivación: adaptar y educar), así también parece difícil poder abarcar psicoanalíticamente a lo femenino por fuera de los prejuicios victorianos: dulzura y recato). Es notable las vacilaciones de ciertos analistas al considerar (cuando ya no pueden eludir tener que dar una opinión) los horrorosos y muy frecuentes episodios de “violencia de género” que se producen en la actualidad, porque la sombra teórica del goce masoquista de la mujer, y –entonces- la hipótesis incómoda, pero casi inevitable para el analista, de la eventual complicidad en el sometimiento de la mujer respecto del fantasma perverso del golpeador, hacen verdadero límite a toda otra consideración de este penoso fenómeno social. Es probable que el cambio cultural que permita evitar la violencia de género no pase simplemente por generar en los hombres una conciencia que modere sus "eventuales" tendencias o actos violentos, lo que los deja –incluso- en poder de ese potencial “agresivo” y de su mejor administración, sino en re-codificar socialmente la dinámica y la distribución de la agresión en el despliegue subjetivo. Agresión de la que solo se advierten y tematizan las formas más violentas y destructivas (realizadas en las formas más crueles de la violencia de género) pero que demuestra por otro lado -no tan considerado- cómo se enajena a las mujeres del uso de una agresividad -no necesariamente destructiva, aunque sí subversiva-, que es absolutamente necesaria para la creación de un nuevo orden cultural y para llevar adelante las diversas trasgresiones que implica todo acto creativo. El llamado “masoquismo femenino” deja de ser entonces en nuestros días una forma de goce específico de la mujer para afirmarse como consecuencia de lo que una –todavía fuerte- cultura patriarcal favorece y legitima: una captura casi total del ejercicio de la agresividad por parte de los hombres. Culturalmente se naturaliza la agresividad como algo esencialmente masculino, y las niñas que participan de juegos que suponen un compromiso corporal un poco más intenso de lo socialmente esperable para una “mujercita” son calificadas de varoneras, mas tarde ver futbol femenino, o a dos mujeres boxeando sigue siendo para muchos (cada vez menos) algo “contra natura”, se las prefiere, en todo caso, luchando en el barro, en donde la erotización de la escena les daría un lugar más "adecuado": putas si, “masculinas” no... Se ha hablado en muchas oportunidades y de un modo absolutamente prejuicioso de mujeres "fálicas" para descalificar a la agresividad desplegadas por ciertas mujeres. Cuando se habla y critica la manipulación de la mujer reducida por los hombres a la condición de “objeto”, más allá de las consideraciones consabidas relacionadas con su fetichización o cosificación sexual, hay que poner también de relieve la necesidad –en dicho trato- de que ellas sean de manera exclusiva el objeto de una acción antes que (y esto es lo riesgoso y lo que se intenta evitar) agentes autónomos de una acción posible. Aún cuando no todo hombre ejerce violencia de género, ni toda mujer queda sujetada a la violencia de un hombre maltratador, la violencia de género se revela -en alguna medida- como un exceso de agresión fuertemente erotizado y descargado por algunos hombres sobre los objetos que la cultura le señala como los más adecuados, las mujeres (“dóciles”, “vulnerables”, “resignadas”). Para el común de la gente los únicos actos legítimos de una mujer se ejercen en las tareas que impone la maternidad y es por eso que el prejuicio social cae duramente sobre las mujeres que deciden no tener hijos, simplemente porque es escandaloso que ellas puedan quedar en “libertad de acción” . La madre “cría”, “nutre”, “contiene”, “ampara”, “alivia”, “suaviza”, “calma excitaciones”, etc., pero el ejercicio social de la agresividad “civilizante” queda en manos de su autoridad natural: el padre. “Cuando llegue tu padre ya vas a ver…”, en fin, la Ley se establece por ejercicio exclusivo del padre, y por vía de esa Ley éste debe incluso “poner un palo en la boca” devoradora de la madre posesiva y mortífera…, de modo que la eventual “agresividad” animal de una madre debe liquidarse desde el vamos… La cultura necesita mujeres dulces y pacíficas. El acto, es decir, la producción de hechos que intenten desencadenar acontecimientos nuevos e inesperados y generar efectos o alteraciones en el orden de la realidad; el acto como gesto subversivo y resistente a un acatamiento dócil de lo establecido es una conquista difícil para las mujeres. Aristóteles definía al acto como aquello “que hace ser a lo que es”, interesante paradoja (casi winnicottiana, cuando dice: el infans, “siendo tiene que empezar a ser”, para lo cual se necesitan actos maternos, pero ahora dicho en el sentido más fuerte de esta palabra). Sucede que la maternidad no tendría por qué coincidir con la idea -marcada enteramente por el prejuicio- de una esencia "femenina". El acto es la encarnación más pura de la agresividad , es un gesto que define y recorta una subjetividad respecto de toda referencia identificatoria que pueda anular sus rasgos más singulares, el acto establece un corte y una diferenciación con lo otro (no importa el sexo), que construye identidad pero no por mera oposición a lo no que “no soy yo” sino como afirmación positiva del propio ser… No se trata evidentemente de una agresión reactiva (riesgo de algunas posiciones feministas), sino de un acto que posibilita definir una posición que se legitima desde las propias convicciones. De momento, la teoría psicoanalítica no parece ayudarla demasiado en esto, sabemos que se la define como un misterioso –e inaccesible- “continente negro”, y se le plantea incluso la condena de tener que soportar una pregunta fundamental para el universo femenino: “¿qué es una… mujer?”.