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Man Ray
Continuidad y ruptura en el desarrollo subjetivo
D. Ripesi (Fragmento del texto "Molinos de viento")

Para algunos pensadores la subjetividad se consolidaría como el tejido progresivo de una “duración”, o bien, para otros, según el efecto perdurable de ciertos “instantes”. ¿Desarrollo evolutivo de una existencia o golpe decisivo de ciertos momentos? ¿Linealidad paulatina de una historia o revolución abrupta y violenta para el cambio? ¿Continuidad u ruptura? 

Ya Gastón Bachelard trabajó con sensibilidad y agudeza estas alternativas comparando el pensamiento de Roupnel y el de Bergson[1]. Del primero nos recuerda su convicción de que nadie puede trasladar su ser de un instante a otro para lograr una duración: “El instante es ya soledad... Es soledad en su valor metafísico más despojado” En este caso, para el ser, la expresión más verdadera es incomunicable, como lo sería el verdadero self del aparato conceptual winnicottiano. Un instante lo aísla y lo expresa, sólo pulsaciones del ser que nutren actos que también son discontinuidades de un devenir ordenado: “El acto es ante todo una decisión instantánea, y es una decisión la que tiene la carga de originalidad” Eso es para Winnicott un gesto espontáneo, porque no hay para ese acto ni premeditación ni pronóstico alguno, no hay cálculo que se apoye en la experiencia de un error o que se sostenga en la esperanza de un acierto.

El valor de lo accidental es lo que guía al movimiento. Como lo indica Bachelard, la filosofía de Roupnel es la del acto (lo que está consumado), la bregsoniana lo es de la acción (lo que se sostiene en desarrollo): para este último, “la vida puede recibir ilustraciones instantáneas, pero es en verdad la duración lo que explica la vida”. En un caso el acto es la ruptura de una continuidad del ser y su versión más genuina: un instante inasible pero que es estallido de verdad, la huella del sujeto, su rastro y consecuencia. En el caso de Bergson, el sujeto no se aísla en el instante, enhebra con ellos una vida.

Esta continuidad existencial es para otros una construcción laboriosa, ficticia y necesaria del espíritu: el falso self de la teoría winnicottiana. Apelemos a la palabra amable de Bachelard: “Es preciso la memoria de muchos instantes para lograr un recuerdo completo. Del mismo modo, el duelo más cruel es la conciencia del porvenir traicionado y cuando sobreviene el instante desgarrador en que un ser querido cierra los ojos, inmediatamente se siente con qué nueva hostilidad el instante siguiente ‘asalta’ nuestro corazón. Este carácter dramático del instante es tal vez susceptible de hacer presentir la realidad (...) ruptura del ser, idea de lo discontinuo se imponen de un modo incuestionable. Podrá objetarse que esos instantes dramáticos separan dos duraciones más monótonas. Pero llamamos aquí monótona y regular a toda evolución que no examinamos con atención apasionada” El instante, un duelo de lo que pretendemos sin rupturas, continuo; y la continuidad de una vida es la evocación de los instantes que se fueron con los seres queridos: suma de ausencias evocadas para sobrellevar las pérdidas sufridas.

III. La captación del instante

Cito una referencia de Quignard, en El sexo y el espanto:
“Séneca Padre dice (Controversias, X, 5) que cuando Filipo vendió a los Olintios como prisioneros de guerra, Parrhasios de Efeso, pintor ateniense, compró a uno de ellos que era viejo, lo hizo torturar a fin de poder pintar con ese modelo un Prometeo clavado que los ciudadanos De Atenas le habían encomendado para el templo de Atenea.

-Parum, inquit, tristis est (No está lo bastante triste), dijo Parrhasios cuando hizo posar al viejo en el medio de su taller.
El pintor llamó a un esclavo y le pidió que lo torturase para que sufriera más.
Empezaron a torturar al viejo.
Todo el mundo sentía piedad.
-Emi (Lo he comprado), replicó el pintor.
-Calmabat (El hombre gritaba). Clavaron sus manos.
Los que rodeaban al pintor protestaron de nuevo.
-Servus, inquit, est meus, quem ego belli jure possideo (Es mío y lo poseo en virtud del derecho de guerra)
Entonces por un lado Parrhasios preparó sus polvos, sus colores y sus aceites, por otro el verdugo preparó sus llamas, sus látigos, sus potros.
-Alliga (Átalo), agregó. Tristem volo facere (Quiero darle una expresión de sufrimiento)
El viejo de Olinto lanzó un grito desgarrador. Al oír ese grito, le preguntaron a Parrhasios si le gustaba la pintura o la tortura. No contestó. Empezó a gritarle al verdugo:
-Etiamnunk torque, etiamnunk! Bene habet; sic tene; hic vultus esse debuit lacerati, hic morientis! (¡Tortúralo más, más! ¡Perfecto; manténlo así; ahí está el rostro de Prometeo desgarrado cruelmente, de Prometeo moribundo!)
El viejo dio muestras de debilidad, lloró.
Parrhasios le gritó:
-Nondum dignum irato Jove jemuisti (Tus gemidos todavía no son los de un hombre perseguido por la ira de Júpiter)
El viejo empezó a morir. Con voz débil el viejo de Olinto le dice al pintor de Atenas:
-Parrhasi, morior (Parrhasios, me muero)
-Sic tene. (Mentente así)
Toda pintura es ese instante.[2]

IV. El antes y después de los instantes

En la antigua Grecia, el instante que intenta captar la pintura, guarda una especialísima relación con la historia de la cual ese momento era extraído. La irrupción de un lapsus –en cambio- viene a quebrar y trastocar la intención significante de un discurso. En este último caso, llamémosle “el instante del lapsus”, se rompe el sentido de una narración y se problematiza su rigor explicativo y ordenador. “Rompe el sentido” está dicho no sólo por el quiebre de la significación, sino también por el quiebre de una dirección: “El instante del lapsus” trastoca también un vector temporal: De modo que, entonces, el presente está en el pasado y los terrores temidos en el futuro, ya acontecieron en el pasado. 

En la pintura griega, el instante “trabaja” al tiempo de otra manera, no es su ruptura, tampoco un eslabón más en el curso de una narración. Es la captura de ese momento casi inasible de lo que podríamos llamar lo “inminente”. No ilustra un desenlace ni figura sus prolegómenos. No muestra lo irremediable de un acto ya consumado ni lo determinante de sus antecedentes. En ese instante que recorta la pintura se intuye, sin embargo, el movimiento en el que algo ya comenzó y se dirige a un inevitable fin. En una palabra, el instante pintado en los diversos murales griegos, condensa su “antes” y “después”, pero sin develarlos del todo. Posee la virtud de lo potencial al lograr una efímera suspensión del devenir temporal: desde el instante que nos aloja y somos, conjeturamos mitos que intentan razonar nuestros orígenes y nuestro final. En este sentido, Filodemo escribía (Sobre la muerte, XIV) “no hay que desearle larga vida a los humanos. No hay “más” tiempo en una larga vida que en una vida breve. Sólo cuenta el instante máximo en su plena presencia. Pero los instantes son “inacrecentables””[3]. En fin, son únicos y abiertos, son breves totalidades.





[1]              La intuición del instante, Siglo veinte, Argentina.
[2]              El sexo y el espanto, Buenos Aires, Cuadernos Litoral,  2000 (Negritas mías).
[3]              Extraido de El sexo y el espanto,  P. Quignard, Buenos Aires, Cuadernos Litoral,  2000.

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