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Misterio Compartido. Por Paula Larotonda. Comentario y Traducción de Os Lazos de Familia (1) de Clarice Lispector (2)

Clarice inventa un espacio-tiempo, para que una hija con su madre y una madre con su hijo habiten: en el instante exacto de la urgencia, de la partida inminente, del llamado único y definitivo, del límite desesperado.

Clarice narra la historia de Catarina, de su madre -Severina-, su marido Antonio -un ingeniero con un auspicioso porvenir- y el hijo de ambos, "un niño flaco, nervioso y distraído".

Severina pasa unos días en la casa de su hija Catarina. El día de la partida, Catarina acompaña a su madre a la estación de tren. En el viaje en taxi hacia la estación, percibe que su madre está envejecida. Mientras tanto, Severina mantiene la impresión de que se olvidó algo en la partida. Ambas comparten el mismo silencio, un mismo misterio.

Esas últimas escenas antes del adiós encadenan estremecimientos, sobresaltos y recuerdos de dos mujeres, unidas y separadas por una historia, de la cual, sólo conservan un profundo dolor. Catarina, que tiene la capacidad de sonreír con los ojos, piensa: "Nadie mas puede amarte sino yo...y el peso de la responsabilidad le dio a la boca un gusto de sangre. Como si madre e hija fuera vida y repugnancia. No se podía decir que amaba a su madre. Su madre le dolía, era eso".

Frena de repente el taxi en el que viajaban, haciéndolas chocar una contra la otra; madre e hija en una escena cuerpo a cuerpo, que deja al desnudo la distancia entre ambas y la proximidad de la carne ajena y familiar...Entre ellas: la vida y el rechazo, el pudor y el grito ahogado: soy tu madre...y yo soy tu hija.

Finalmente el tren se prepara para la partida, Severina pierde su sombrero al viento y Catarina ve alejarse a esa vieja de cabellera gris que ya no consigue divisar a su hija...

Catarina vuelve a su casa, entra y encuentra allí a Antonio en su gran día: la tarde del sábado. Entra en el cuarto del hijo, un chico de casi cuatro años, una criatura boba, ensimismada en su mundo "nadie consigue aun llamarle la atención". De repente Catarina oye por primera vez la palabra mágica saliendo de la boca del chico: "Mami", un llamado con el que la nombra por primera vez. Entonces decide salir de la mano del hijo por la calle, sin explicar nada; en un acto que pareciera el intento de salvar a su hijo de quién sabe qué destino mortífero, qué vacío abismal. Antonio mira desde el departamento y ve a "madre e hijo comprendiéndose dentro del misterio compartido". Siente celos y ganas de gritarle que el chico aún era inocente. Antonio se pregunta: ¿cuándo es que una madre transmite la herencia, cuándo un hijo deja de ser inocente, para saber algo de su Verdad, de su historia...? "Nadie sabría de qué negras raíces se alimenta la libertad de un hombre"...
Clarice inventa un espacio-tiempo, para que una hija con su madre y una madre con su hijo habiten: en el instante exacto de la urgencia, de la partida inminente, del llamado único y definitivo, del límite desesperado. Allí, a punto de decir o apenas invocando, se produce el estremecimiento de la carne que rechaza y confirma, que toma y libera. En los pliegues de un rostro, en una mirada primera, algo se conmueve y se rescata; el resto permanecerá indecible y compartido...

Los lazos de familia

La mujer y la madre finalmente se acomodaron en el taxi que las llevaría a la estación. La madre contaba una y otra vez las dos valijas tratando de convencerse de que ambas estaban en el auto. La hija miraba con sus oscuros ojos -a los que un ligero estrabismo daba un continuo brillo de burla y frialdad-.

-¿No olvidé nada? Preguntó por tercera vez la madre

-No, no, no olvidaste nada, respondía paciente y divertida la hija.

Todavía conservaba la impresión medio cómica de la escena entre su madre y su marido en el momento de la despedida. Durante las dos semanas que había durado la visita de la vieja, ellos apenas se habían soportado.

Los buenos días y las buenas tardes sonaban con tan delicada cautela que la hacía tentar de risa. Pero justo en el momento de la despedida, antes de que subieran al taxi, la madre se transformó en una suegra ejemplar y el marido en un buen yerno. "Perdone si dije alguna palabra de más", dijo la vieja, y Catarina, divertida, miraba a Antonio que no sabía qué hacer con las valijas en las manos, tartamudeando perturbado por tener que ser un buen yerno. "Si me río, pensarán que estoy loca" pensaba Catarina arqueando las cejas. "Quien casa a un hijo pierde un hijo, pero quien casa una hija gana otro hijo", agregó la madre y Antonio aprovechó su gripe para toser. Catarina, de pie, observaba con malicia al marido, cuya seguridad se desvanecía para dar lugar a un hombre moreno y menudo, forzado a ser el hijo de aquella mujer llena de canas.

Fue entonces que las ganas de reír se le hicieron más fuertes. Felizmente nunca necesitaba reír concretamente cuando tenía ganas de hacerlo: sus ojos adquirían una expresión inteligente y contenida, se volvían más estrábicos y su risa le salía por los ojos. Siempre le dolía un poco esta capacidad de reír, pero nada podía hacer por evitarlo: desde pequeña reía por los ojos, desde siempre fue estrábica.

-Insisto en que el chico está flaco, dijo la madre resistiendo a las sacudidas del auto. Y a pesar de que Antonio no estaba presente, usó el mismo tono de desafío y acusación que empleaba frente a él. Tanto que una noche Antonio reaccionó: ¡no es por mi culpa, Severina! Él llamaba a la suegra Severina, porque antes del casamiento habían proyectado que serían una suegra y un yerno modernos. Luego de la primera visita de la madre a la pareja, la palabra Severina se tornaba difícil en la boca del marido y ahora, el hecho de llamarla por el nombre, no impedía que...-Catarina los miraba y reía.

-El chico siempre fue flaco, mamá, le respondió. El taxi avanzaba monótono.

-Flaco y nervioso, agregó la señora con energía.

-Flaco y nervioso, asintió Catarina tolerante.

Era un chico nervioso, distraído. Durante la visita de la abuela se tornó aún más distante, dormía mal, perturbado por los cariños excesivos y por los pelliscones de amor de la vieja. Antonio, que nunca se preocupaba especialmente por la sensibilidad del hijo, pasó a dar indirectas a la suegra, "malcriando a una criatura...".

-¿No olvidé de nada?..., recomenzó la madre, cuando una frenada súbita del auto las lanzó una contra la otra y provocó la caída de las valijas. -Ah! Ah! -exclamó la madre como ante un desastre irremediable, ah! Decía balanceando la cabeza sorprendida, de repente envejecida y pobre. ¿Y Catarina?

Catarina miraba a la madre, y la madre observaba a la hija, ¿también a Catarina le había sucedido un desastre? Sus ojos pestañearon sorprendidos, acomodaba deprisa las valijas, la bolsa, buscando lo más rápidamente posible remediar la catástrofe. Porque de hecho algo había sucedido, era inútil ocultarlo: Catarina había sido lanzada contra Severina, en una intimidad de cuerpos hace mucho olvidada, venida del tiempo en el que se tiene papá y mamá. A pesar de que nunca se habían abrazado o besado. Del padre, sí. Catarina siempre había sido más amiga. Cuando la madre les llenaba los platos obligándolos a comer demasiado, los dos se miraban con un guiño cómplice y la madre ni lo notaba. Pero después del choque en el taxi y después de que se acomodaron, no tenían de que hablar - ¿porqué no llegaban pronto a la estación?

-¿No me olvidé de nada?, preguntó la madre con voz resignada.

Catarina ya no quería más mirarla ni responderle.

-Tome sus anteojos! Le dijo, recogiéndolos del piso

-Ah! Ah! Mis anteojos! Exclamaba la madre perpleja.

Solo se espiaron realmente cuando las valijas fueron acomodadas en el tren, después de intercambiar besos: la cabeza de la madre apareció en la ventana.

Catarina vió entonces que su madre estaba envejecida y tenía los ojos brillantes.

El tren no partía y ambas esperaban sin tener qué decir. La madre sacó el espejo de la cartera y se examinó en su sombrero nuevo, comprado la misma sombrerería de la hija.

Se miraba componiendo un aire excesivamente severo donde no faltaba alguna admiración por sí misma. La hija observaba divertida. Nadie más puede amarte sino yo, pensó la mujer riendo por los ojos; y el peso de la responsabilidad le dio a la boca un gusto de sangre. Como si madre e hija fuese vida y repugnancia. No, no se podía decir que amaba a su madre. Su madre le dolía, era eso.

La vieja había guardado el espejo en la cartera, y la miraba sonriendo. El rostro ajado y pero todavía vivaz parecía esforzarse por provocar a los otros alguna impresión, de la cual el espejo haría parte. La campana de la estación tocó de pronto, hubo un movimiento general de ansiedad, varias personas corrieron pensando que el tren ya partía: ¡mamá! Dijo la mujer. ¡Catarina! Dijo la vieja. Ambas se miraban espantadas, la valija en la cabeza de un cargador les interrumpió la visión y un muchacho corriendo agarró al pasar el brazo de Catarina, desbocándole el cuello del vestido. Cuando se pudieron ver de nuevo, Catarina estaba a punto de preguntarle si no olvidaba nada...


-¿No olvidé nada? Preguntó la madre

También a Catarina le parecía que habían olvidado alguna cosa, y ambas se miraban atónitas -porque si realmente habían olvidado, ahora era demasiado tarde. Una mujer arrastraba una criatura, la criatura lloraba, nuevamente la campana de la Estación sonó...Mamá, dijo la mujer. ¿Qué habían olvidado de decir una a la otra? Y ahora era demasiado tarde. Le parecía que deberían un día haberse dicho así: soy tu madre, Catarina. Y ella debería haber respondido: y yo soy tu hija.

-¡No vaya a tomar una corriente de aire! Gritó Catarina.

- Mirá nena, ya estoy crecida, dijo la madre sin dejar sin embargo de preocuparse con la propia apariencia. La madre, pecosa, un poco vacilante, acomodaba con delicadeza el ala del sombrero y Catarina tuvo súbitamente ganas de preguntarle si había sido feliz con su padre
- ¡De saludos a tiíta! Gritó.
- Sí, sí!
- Mamá, dijo Catarina cuando un largo pitido se había escuchado y en el medio de la humareda las ruedas ya se movían.
- ¡Catarina! Dijo la vieja de boca abierta y ojos espantados, y a la primera sacudida la hija la vio llevar las manos al sombrero: este se cayó hasta la nariz, dejando aparecer apenas la nueva dentadura. El tren ya andaba y Catarina observaba.
El rostro de la madre desapareció un instante y reapareció ya sin sombrero, el rodete de los cabellos descoloridos cayendo en mechas blancas sobre los hombros como las de una doncella -el rostro estaba inclinado sin sonreír, tal vez incluso sin divisar mas a la hija distante.
En el medio de la humareda Catarina comenzó a caminar de vuelta a casa, el ceño fruncido, y en los ojos la malicia de los estrábicos. Sin la compañía de la madre, recuperó el modo firme de caminar: solita era más fácil. Algunos hombres la miraban, ella era dulce, un poco pesada de cuerpo. Caminaba serena, vestía moderna, los cabellos cortos teñidos de pelirrojo. Y de tal modo se habían dispuesto las cosas que el amor doloroso le pareció la felicidad -todo estaba tan vivo y tierno alrededor, la calle sucia, los viejos bondis, cáscaras de naranja -la fuerza fluía y refluía en su corazón con pesada riqueza. Estaba muy bonita en este momento, tan elegante, integrada a su época y a la ciudad donde naciera. Como si la hubiera escogido. En los ojos bizcos cualquier persona adivinaría el gusto que esa mujer tenía por las cosas del mundo. Espiaba a las personas con insistencia, procurando fijar en aquellas figuras mutables su placer aún húmedo de lágrimas por la madre. Se desvió de los autos, consiguió aproximarse al ómnibus burlando la fila, espiando con ironía, nada impediría que esa pequeña mujer que caminaba moviendo las caderas, subiese un peldaño más misterioso en sus días.
El ascensor zumbaba en el calor de la playa. Abrió la puerta del departamento mientras se liberaba del sombrerito con la otra mano, parecía dispuesta a disfrutar de la anchura del mundo entero, camino abierto por su madre que le ardía en el pecho. Antonio casi ni levantó los ojos del libro. La tarde del sábado siempre había sido suya, e inmediatamente después de la partida de Severina, él la retomaba con placer, junto al pequeño escritorio. 
-"Ella" se fue?

-Sí, se fue, respondió Catarina empujando la puerta del cuarto de su hijo. Ah, si, allá estaba el chico, pensó con alivio súbito. Su hijo. Flaco y nervioso. Desde que se había puesto de pie, había caminado firme, pero casi a los cuatro años hablaba como si desconociese verbos: constataba las cosas con frialdad, no ligándolas entre sí. Allá estaba él sacudiendo la toalla mojada, exacto y distante. La mujer sentía un calor agradable y le habría gustado fijar al chico para siempre a este momento, le sacó la toalla de las manos, reprimiéndolo: ¡este chico! Pero el chico miraba indiferente para el aire, comunicándose consigo mismo. Estaba siempre distraído. Nadie conseguía aún llamarle verdaderamente la atención. La madre sacudía la toalla en el aire e impedía con su forma la visión del cuarto: ¡Mami! Dijo el chico. Catarina se dio vuelta rápido. Era la primera vez que él decía mami en ese tono y sin pedir nada. Había sido más que una constatación: ¡mami! La mujer continuó sacudiendo la toalla con violencia y se preguntó a quién podría contar lo que sucedía, pero no encontró a nadie que entendiese lo que ella no podía explicar. Desprendió la toalla con vigor antes de colgarla para secar. Tal vez pudiese contar, si cambiase la forma. Contaría que el hijo había dicho: mami, quién es Dios. No, tal vez: mami, chico quiere Dios. Tal vez. Sólo en símbolos la verdad cabría, sólo en símbolos la recibirían. Con los ojos sonriendo de su mentira necesaria, y sobretodo de la propia estupidez, huyendo de Severina, la mujer inesperadamente rió para el chico, no sólo con los ojos: el cuerpo todo rió, quebrándose, quebrando un envoltorio y una aspereza apareció como una ronquera. Fea, dijo entonces el chico examinándola.

-¡Vamos a pasear! Respondió acalorada y tomándolo de la mano. Pasó por la sala, sin parar avisó al marido: ¡vamos a salir! Y golpeó la puerta del departamento. Antonio apenas tuvo tiempo de levantar los ojos del libro -y con sorpresa espiaba la sala ya vacía. Catarina! Llamó, pero ya se oía el ruido del ascensor descendiendo. A dónde fueron? Se preguntó inquieto, tosiendo y sonando la nariz. Porque el sábado era suyo, pero él quería que su mujer y su hijo estuviesen en casa mientras él tomaba su sábado. Catarina! Llamó enojado no obstante supiese que ella no podía más oírlo. Se levantó, fue a la ventana y un segundo después divisó a su mujer y a su hijo en la vereda.

Los dos habían parado, la mujer tal vez decidiendo el camino a tomar. Y de pronto retomando la marcha.

¿Por qué iba ella tan fuerte, agarrando la mano de la criatura? Por la ventana veía a su mujer tomando con fuerza la mano de la criatura y caminando deprisa, con los ojos fijos hacia adelante, y, aún sin ver, el hombre adivinaba su boca endurecida. La criatura, no se sabía por qué oscura comprensión, también miraba fijo para adelante, sorprendido e ingenuo. Vistas desde arriba las dos figuras perdían la perspectiva familiar, parecían achatadas en el suelo y más oscuras a la luz del mar. Los cabellos de la criatura volaban...

El marido se repitió la pregunta que, incluso bajo su inocencia de frase cotidiana, lo inquietó: ¿adónde van? Veía preocupado que su mujer guiaba a la criatura y temía que en ese momento en que ambos estaban fuera de su alcance ella transmitiese a su hijo...pero qué? "Catarina", pensó, "Catarina esta criatura aún es inocente!" ¿En qué momento es que una madre, apretando a una criatura, le da esa prisión de amor que se abatirá para siempre sobre el futuro hombre? Mas tarde su hijo, ya hombre, solito, estaría de pie delante de esta misma ventana, golpeteando los dedos en este vidrio, preso. Obligado a responder a un muerto. ¿Quién sabría jamás en que momento la madre transfería al hijo la herencia. Y con qué sombrío placer? Ahora madre e hijo comprendiéndose dentro del misterio compartido. Después nadie sabría de qué negras raíces se alimenta la libertad de un hombre. "Catarina", pensó con cólera, "la criatura es inocente!" Habían, sin embargo desaparecido por la playa. El misterio compartido.

Pero y yo? Preguntó asustado. Los dos se habían ido solitos. Y él se había quedado con su sábado".. Y su gripe. En el departamento arreglado, donde "todo funcionaba bien" ¿Quién sabe si su mujer estaba huyendo con el hijo de la sala bien iluminada, de los muebles bien escogidos, de las cortinas y los cuadros? Había sido eso lo que él le había dado. Departamento de ingeniero. Y sabía que si la mujer se aprovechaba de la situación de un marido joven y lleno de futuro -la despreciaba también, con aquellos ojos sonsos, huyendo con su hijo nervioso y flaco. El hombre se inquietó. Porque no podría continuar dándole más que éxito. Y porque sabía que ella lo ayudaría a conseguirlo y odiaría lo que consiguiesen. Así era aquella mujer calma de treinta y dos años que nunca hablaba propiamente, como si hubiese vivido siempre. Las relaciones entre ambos eran tan tranquilas. A veces él buscaba humillarla, entraba en el cuarto mientras ella se cambiaba de ropa porque sabía que ella detestaba ser vista desnuda. ¿Por qué precisaba humillarla? Mientras tanto él bien sabía que ella sólo sería de un hombre siempre que fuera orgullosa. Pero se había habituado a hacerla femenina de ese modo: la humillaba con ternura, y ahora ella ya sonreía -¿sin rencor? Tal vez de todo eso hubiesen nacido sus relaciones pacíficas, y aquellas charlas en voz tranquila que hacían la atmósfera del hogar para la criatura. ¿O ésta se irritaba a veces? A veces el chico se irritaba, pateaba, gritaba con pesadillas. De dónde había nacido esa criaturita vibrante, sino de lo que su mujer y él habían quitado de la vida diaria. Vivían tan tranquilos que, si se aproximaba un momento de alegría, ellos se miraban rápidamente, casi irónicos, y los ojos de ambos decían: no vamos a gastarlo, no vamos a usarlo ridículamente. Como si hubiesen vivido desde siempre.

Pero él al mirarla desde la ventana, al verla ir deprisa de manos dadas con el hijo, se dijo: ella está tomando el momento de alegría -solita. Se sentía frustrado porque hacia mucho no podía vivir sin ella. Y ella conseguía tomar sus momentos -solita. Por ejemplo, ¿qué habría hecho su mujer entre el tren y el departamento? No era que sospechase, pero se inquietaba.

La última luz de la tarde estaba pesada y se abatía con gravedad sobre los objetos. Las arenas crujían secas. El día entero había estado bajo amenaza de irradiación. Que en ese momento, sin reventar, no obstante, se ensordecía cada vez más y zumbaba en el ascensor ininterrumpido del edificio. Cuando Catarina volviera ellos cenarían espantando las mariposas. El chico gritaría en el primer sueño, Catarina interrumpiría un momento la cena...y el ascensor no pararía ni siquiera un instante?! No, el ascensor no pararía un instante.

-"Después de cenar iremos al cine", resolvió el hombre. Porque después del cine sería finalmente la noche, y ese día se rompería con las olas en las rocas del Arpoador 
(3)
(1)En Lacos de família, Editora Rocco Ltda., Rio de Janeiro, 1998

(2) (Tchetchelnik, Urania, 1925 - Río de Janeiro, Brasil, 1977) es una de las voces brasileñas que, en la década del cuarenta, le dio un aire fresco a la literatura de ese país introduciendo la novela lírica, netamente embebida en el fluir de la conciencia, subsidiario de la obra de Virginia Woolf, pero también la reconcentrada intimidad de Katherine Mansfield.
"Cuando no estoy escribiendo, yo simplemente no sé cómo se escribe", llegó a escribir en una de las crónicas. Una y otra vez se autodefinía como no intelectual. Esos "títulos" le molestaban a esta mujer artesana que trabajaba duramente sobre su material: la palabra. Perteneció a lo que se conoce como la tercera fase (después de 1945) del modernismo brasileño. Junto a Guimaraes Rosa presentaron una narrativa verdaderamente renovadora, en donde se profundiza el tratamiento psicológico de los personajes, que permitió además, lo que se podría llamar el desarrollo de una urbanidad metafísica.

(3) En la ciudad de Rio de Janeiro, sitio -entre Copacabana y Ipanema-, que tiene una famosa roca de mismo nombre, adonde la gente suele ir a ver la puesta del sol.

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